Una de las cosas más extraordinarias de la cristiandad es que alabamos a un Dios misericordioso. Todas las otras religiones mundiales son la historia de la humanidad que busca alcanzar a Dios. Solamente la cristiandad es la historia de un Dios que busca alcanzar a la humanidad, con perdón y misericordia y amor.
Somos un pueblo del exilio. Nuestro mundo entero, nuestras vidas enteras, están empapados con la conciencia de este exilio. Nuestro hogar es en el cielo con Dios; vivimos nuestras vidas enteras aquí con la anticipación de unirnos a Él. “Pero ciertamente había un Edén en esta tierra infeliz,” escribió J.R.R. Tolkien en una carta a su hijo. “Todos lo anhelamos y constantemente vemos un poquito de él: nuestra naturaleza entera es corrupto a su peor y a su mejor, es lo más suave y lo más compasivo, y todavía está empapado con un sentido de exilio.”
La elocuencia del Salmo de hoy muy apropiadamente ha sido puesta a música por generación tras generación de cristianos e incluso no-cristianos, reconociendo los ecos en sus propios corazones de la mera desesperación del exilio. “Al lado de los riachuelos de Babilonia nos hemos sentado a llorar cuando nos acordamos de Sion… ¿Cómo podríamos cantar una canción al Señor en una tierra extranjera?” ¿Cuantas veces nos sentimos que estamos viviendo en una tierra extranjera?
Estamos circundados por una cultura contraria a nuestro conocimiento de Dios y nuestra confianza en Él. Vivimos en un mundo infestado por la crueldad, la avaricia, y la falta de bondad de la humanidad. ¿Cuántas veces sentimos que la única respuesta a ese sentido de estar perdidos es sentarnos a llorar?
Pero aquí es donde pasa la magia—no es permanente. No es para siempre. Tenemos que pasar por el exilio pero San Pablo nos confirma que algo resplandeciente nos espera: escribe que “La misericordia y el amor de Dios son muy grandes; porque nosotros estábamos muertos por nuestros pecados, y él nos dio la vida con Cristo. La Biblia Hebreo describe un pueblo afligido, un pueblo de pena, un pueblo que espera; y el Antiguo Testamento suena con la respuesta de Dios, el don del amor y la Misericordia que nos ofrece haciéndose ser humano entre nosotros, no existe exilio tan grande o tan largo o tan cruel que nos pueda excluir de este amor. Y hoy el Evangelio proclama este amor con las palabras que todos hemos memorizado de niños, palabras escritas en nuestros corazones: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.”
Hemos caminado mucho tiempo en la oscuridad, y sin duda seguiríamos haciéndolo, si no fuera por la misericordia y perdón de Dios, lo cual emana directamente de su amor por nosotros. “Porque tanto amó Dios al mundo”—son palabras sencillas y familiares pero a la vez son palabras que voltean de cabeza todo el concepto de la religión. Este Dios de los cristianos no simplemente permite que los aficionados vengan a Él, este Dios estira sus brazos al mundo, lo cual ama tanto que se hizo parte de él. Experimentó todo lo que nosotros experimentamos. El sentido del exilio, el dolor de sentirnos perdidos, el impulso de sentarse a llorar al lado de las aguas de Babilonia. Lo experimentó y luego lo superó.
A través de toda la Cuaresma, ésta es la promesa a la cual nos aferramos. Durante el Adviento leímos que “el pueblo que andaba en las tinieblas ha visto una gran luz.” La promesa de esta luz nació en la Navidad, y la realización de esta promesa va a resucitar de la muerte en la Pascua. Entre medio cae la Cuaresma, un trayecto por el exilio. En sus Cartas Recolectadas, C.S. Lewis escribió, “Estamos aquí en la tierra de los sueños; pero la cacareo del gallo ya viene. Está más cerca ahora que cuando empecé esta carta.”
Es más cerca ahora que cuando empecé esta carta. Es más cerca ahora que cuando empezamos nuestro trayecto cuaresmal. Ya viene.
Y el exilio ya terminará.